viernes, 4 de diciembre de 2009

El gato en la caldera- Cuento libro "chicas bien", 07

El gato en la caldera




Lo de profesora de inglés era un curro, en realidad yo estudiaba historia, pero mi madre era de familia de irlandeses y de chica se la pasaba hablándome en inglés, entonces en inglés careteaba de lo más bien. Me había inventado un uniforme: pollera recta estilo oficina, blazer, medias largas negras, y taquitos también negros. El uniforme me ayudaba a convencerme de mi identidad de profesora, de que no les robaba a mis alumnos sino que les proveía por lo que pagaban. Total era todo un “mientras tanto”, hasta que mi marido se recibiera de economista y trabajara en un banco. Nuestra hija había nacido cinco meses después del casamiento, para entonces ya tenía un año y medio, y mi marido se quedaba con ella y estudiaba mientras yo iba de acá para allá por la ciudad dando clases particulares de inglés.
Tenía una clientela de alumnos por recomendación boca en boca, y varios eran dentistas. Había un dentista que cuando me contrató dijo que le gustaba practicar, nomás, así no perdía el idioma, y que no quería sus clases con libro y casete, sino charlar en inglés en un lugar agradable. El lugar agradable era el bar Montecarlo sobre la calle Paraguay, al lado del teatro Ateneo.
La clase de este dentista era a las nueve de la noche. Mi marido y yo dudamos por la hora, no sabíamos que el bar era de gatos, y después no se lo dije; necesitábamos la plata y ya había tenido que rechazar varios alumnos porque todos querían en los horarios pico, como ser hora de almuerzo o a las siete de la tarde, después de la oficina.
Tomaba el subte C hasta San Martín y de ahí caminaba dos cuadras vacías por Maipú. La puerta del Montecarlo la abría Rúben, un tipo de cara redonda y esmoquin con moño bordó, que filtraba a los que entraban según la pinta. A esa hora el bar contaba con más gatos que clientes, todos hombres de caras tristes que apoyaban un codo en la barra y con un vaso en la mano miraban de costado hacia el lado de las mesas.
Esa vez llegué más temprano, venía derecho de otra clase en el microcentro. Fui directo al baño, no fuera ser que los clientes madrugadores, que ya estaban colgando de la barra, tomaran gato por liebre. El baño era como un vestuario, zapatillas viejas debajo del lavatorio y los gatos vistiéndose y maquillándose y hablando en paraguayo. La más amiga mía era de Asunción, se llamaba Giselle y también tenía una hija. Yo fumaba sentada en el piso y todas salieron menos Giselle que se pintaba lunas plateadas en los párpados. Yo le preguntaba por su vida y ella me contestaba todo. Dijo que había empezado por una prima que volvía de Buenos Aires llena de billetes y le hacía creer a todo el barrio que los billetes eran porque se había casado con un argentino de guita. Dijo, poniendo el dedo índice de uña-con-luna debajo del ojo, que se había dado cuenta de cómo era la cosa en verdad, y la encaró a la prima para que se le sincerara. La prima se había reído contándole todo sin pelos en la lengua, diciendo que lo del marido era la meta, el cliente fijo. Entonces le pidió a la prima que la trajera a Buenos Aires con ella y así había empezado. Decía que al principio todo había sido muy divertido y muy fácil, pero ahora que tenía la hija, tenía que pagar una niñera, un departamento más grande, y que además, una vida más ordenada era más cara. En eso estábamos de acuerdo, y nos dimos manija con lo de trabajar por nuestras hijas. Entonces tuvo la misma curiosidad que yo tenía por ella, saber cuánto cobraba. Ella, por una hora, cobraba tres veces más que yo. Sonrió una boca muy grande con dos dientes encimados, (que cuando estaba seria no se veían), como con satisfacción. No se lo dije, pero pensé que yo al menos tenía la ventaja de no tener que cazar los clientes como ratones, los míos tenían horario fijo, y además cobraba por adelantado, entonces podía saber con cuanto contaba a fin de mes.
Fui a la mesa donde el dentista y yo nos sentábamos siempre, contenta conmigo misma. En la pared había un cuadro de un saxo sobre un piano, y un cartel que decía que el pago mínimo con tarjeta era de treinta pesos, lo mismo que costaba mi clase. El dentista siempre tomaba whisky y decía que el inglés era la llave del mundo. Yo le miraba los bigotes dalineanos que se veían rojos por las luces rojas, y me preguntaba qué puertas podía abrirle el idioma inglés a un dentista, o qué bocas, pero en el fondo me daba lo mismo. Trataba de que se me ocurriera algún tema que le pudiera interesar a un viejo como él, pero no era fácil concentrarme porque se la pasaba estirando la mano para tocarme la pierna, y me distraía con la tentación de plantearle un after hour en un telo y cobrarle la fortuna que cobraba Giselle. Enseguida le sacaba la mano, ponía cara de profesora, y seguía con la clase. De golpe veía los bigotes otra vez, que camuflaban dientes alargados y oscuros, -en casa de herrero, cuchillo de palo-, y pensaba en cómo sería hacerlo con un viejo como él. Pensaba que habría que distinguir entre hacerlo por ganas, como con mi marido cuando todavía no era mi marido, y entre hacerlo por trabajo.
-¿Qué estás pensando?-, me dijo, -frunciste la frente-.
Le dije que mi beba estaba resfriada. El dentista sonrió, y, tapándose la boca con la mano, dijo que era una pena que una chica tan chica como yo tuviera tantos problemas. Me defendí, dije que no era para tanto. Él acusó a mi marido de explotador. Que yo trabajara mientras él estudiaba era una postergación para mí, date cuenta, decía, y más adelante, cuando tengas mi edad y muchos años de casada, tu marido no te lo va a reconocer. Lo que a mí me importa es que me lo reconozca mi hija, dije yo, otra vez sacándole la mano de mi pierna. Él se puso a hablar de su propia hija, que tenía mi edad y era una desagradecida. Al final, dijo, la vida es puro desagradecimiento. Después se le pasaron las ganas de filosofar y me dijo que le gustaban mis dientes grandes y otra vez apoyaba una mano sobre mi pierna. Yo se la sacaba y así seguía la conversación, ahora él diciendo que el trabajo de la mujer siempre era peor pago que el del hombre, y yo llenándome de bronca, convencida de que jamás habría alguien en el mundo que apreciara mi esfuerzo. Estuve por decirle, “Keep yor hand in your pocket, viejo-verde-asqueroso, if you please”, y al mismo tiempo tuve un segundo de tentación de cerrar los ojos y dejarle hacer, -total de noche todos los gatos son pardos-, y que después viniera el billete grande. Por entonces la conversación había llegado a la altura de si la mujer tenía que usar su apellido de casada o conservar el de soltera. Yo trataba de que usara la frase I would rather you called me…y le dije mi apellido de soltera.
Desde el civil se me había dado por usar el apellido de mi marido. En aquellos días de recién casada y puro estreno, usar el apellido de mi marido era, por un lado, una ratificación de mi sentencia a vivir mi vida por mi hija, y por el otro, un especie de sentido de pertenencia, como decir “este es mi lugar en el mundo”. Entonces esa era la primera vez que le mencionaba al dentista mi apellido de soltera. El dentista abrió los ojos bien grandes y me preguntó qué era yo de Amalia O´Farell. Sentí un cimbronazo, una electricidad en el pecho. Tragué un sorbo de mi vodka tónic y dije que Amalia O´Farell era mi madre. El dentista largó una carcajada y dijo que Buenos Aires era un pañuelo. Se secaba los bigotes con la servilleta de papel y mordía una aceituna. Fijate vos, fijate vos, decía, y movía la cabeza de un lado para el otro. Pero no lo puedo creer, che, insistía, mientras yo deseaba hacer un agujero en el taburete donde estaba sentada y esconderme. ¿Te cuento, te cuento?, dijo, todavía moviendo la cabeza de un lado para el otro. Dijo que él había sido uno de los tantos que habían caído en la trampa de Amalia O´Farell. Lo dijo en castellano. Yo les prohibía a mis alumnos hablar en castellano durante la clase, pero no lo reté como hacía siempre, in english, please. No dije nada. Enseguida me estaba contando que hacía muchos años Amalia O´Farell había sido pacienta suya, una habitué, por así decirlo. Sus muelas del juicio eran chatitas como hostias y estaban picadas, pero la señora era toda una escultura. Venía de tailleur beige y el pelo rubio y buenos modales, y él se quedaba hipnotizado. ¿Te cuento, te sigo contado?
Dije que sí. Se me había pasado el shock del principio. Que hablara mal de mi madre estaba todo bien. Desde que le di la noticia del embarazo, mi madre y yo no nos hablábamos. Había dicho: tanto esfuerzo y mirá, después se ocupó de la fiesta de casamiento, de mi vestido blanco, todo en tono de reproche, y nunca hablamos de otro tema que no fuese si el catering de cazuela de pollo o de carne o si el vestido de satén o de encaje.
No te parecés nada a ella, seguía el dentista. Lo último que yo quería para mí misma, era parecerme a mi madre. Pensé en mi beba, si un día ella querría parecerse a mí. Justo un gato de pelo largo hasta la cintura y pollerita escocesa empezaba un baile en el caño y el dentista miró para ese lado. Después siguió contando que tuvo que hacerle un tratamiento de conducto a mi madre y la obra social no se lo cubría. Que en la segunda visita, apenas le dijo cuánto le iba a salir, ella, sin siquiera pestañar, le había pedido plata prestada por una semana. Quería hacerle un regalo sorpresa al marido. A la semana siguiente era el cumpleaños, dijo, y quería sorprenderlo. Apenas le daba el regalo, le pedía la plata al marido y se la devolvía. A él, la señora le había dado rotunda confianza, y no digo qué más, piba, vos sos la hija, pero era como soñar con Rita Hayworth. Buenos Aires es un pañuelo, eh, insistió.
Rita Hayworth no volvió más por el consultorio y su ficha desapareció del fichero. Dos meses después le comentaba el asunto a un paciente irlandés y el paciente saltó del sillón, casi se clava la ganzúa en la encía. Sí, sí, decía, Rita Hayworth, a ver si se trata de la misma mujer, decía: una rubia de ojos como de agua y alargados, sí, sí, la conocí en una kermesse de San Patricio. El irish había creído que era amiga de sus amigos porque parecía amiga de sus amigos, y era muy graciosa con el versito de “I´m not irish ´cause the irish are poor”, y que, con tal de verla otra vez, le prestó lo que había ganado en la tómbola. Al final resultó que el número de teléfono que le había dado no existía, y después supo por unos folks de Venado Tuerto que Rita Hayworth tenía una órbita de acreedores, todos cómplices de ella con respecto al marido; el marido no se podía enterar porque siempre era una sorpresa.
Me transpiraban las manos y sentía hielo en el pecho. Me preguntaba si el dentista ya sabría que esa señora en verdad no tenía marido, se había muerto de cirrosis a los sesenta y cuatro, cuando yo era una beba, había resultado un chasco porque no tenía las estancias que le había dicho que tenía y que a mamá sólo le había quedado el sonido aristocrático del apellido. De golpe, mirándole los bigotes, me acordé de algo que nunca me hubiese acordado a no ser por el cuento que acababa de escuchar: Yo muy chica, acompañando a mamá al dentista. En la sala de espera había revistas viejas y un escritorio con una recepcionista veterana que siempre me ofrecía medialunas. Un día la veterana no estaba. Fui a la cocina a ver si tenía suerte y encontraba medialunas. Apenas entré a la cocina un gato marrón saltó de no sé dónde y quedó parado sobre la mesada, con las patas estiradas. Nos quedamos los dos paralizados y en eso escucho:
-Agarralo, agarralo-. Era el dentista. El gato salió corriendo y se escondió detrás de la caldera. –Pero, che-, decía el dentista, -otra vez-.
Lo miraba ahora, la cara morada por el reflejo de las luces rojas, y me daba cuenta de que podía ser el mismo, sólo que más viejo y de bigotes más sobresalientes. Me acordé que aquel dentista se había agachado a tratar de alcanzar al gato. Que me agaché también y le pregunté que qué comía. Que dijo que comía lo que él le ponía para que saliera y entonces atraparlo, pero siempre se le escurría a ese hueco detrás de la caldera. Que le pregunté por qué quería agarrarlo. Y que me miró sonriendo y dijo que los gatos eran mala suerte. Acordándome esto, me acordé del olor a colonia que le sentí, un olor muy rico, como a limpio. Me acordé que a pesar de que adoraba los gatos con pasión, si entonces, para estirar el momento de olor a colonia, hubiese tenido que decir que los gatos eran tan repelentes como una rata, una araña o una comadreja, lo hubiese hecho. Pero enseguida entró mamá y dijo que nos íbamos.
De golpe sentí la mano pastosa del dentista sobre mi pierna, ahora no se tapaba la boca cuando sonreía, y no se la saqué.
A partir de la clase siguiente empezamos a ir al telo de la calle Esmeralda, a dos cuadras del Montecarlo. La primera vez fue gratis para saldar la deuda de mi madre y dejar bien claro que si ella robaba, lo mío era trabajo, y un trabajo es un intercambio. Entonces le cobraba tres veces más que en el Montecarlo.
Me prometí dos cosas: jamás decir que trabajo por mi hija, y no esperar que ella o mi marido valorasen el esfuerzo, porque de todas formas nadie lo hace. En el fondo, todo eso formaba parte del tiempo “mientras tanto”, un día mi marido sería banquero y yo podría acomodarme en mi propia caldera y ya no tendría que trabajar.

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